El resultado, hoy acá. Emociona, es simplemente hermoso...Con uds. Sol Bonfil:
Había leído en este blog acerca de las
bondades del helado. Había crecido saboreandolos acá, allá y más allá. Quizás
no pueda considerarme una fanática del helado, mucho menos después de haber
descubierto que existe un blog que se dedica al revisionismo histórico - social
del mantecado, hace antropología de las cremas a bajas temperaturas, recorre el
mundo degustandolas y que no sólo recomienda dónde, cuándo y cómo ingerirlas,
si no que habla de lo que intentaré desarrollar en estas líneas: El helado te hace
feliz.
Hace años que me dedico al teatro y a dar
talleres donde la creatividad la imponen los objetos, entre ellos un taller de
escritura creativa al que llamé Escribir con Objetos. Hijo legítimo de otros
talleres, que asegura que los objetos nos abren mundos. Si observamos bien, los
miramos fijos y nos dejamos llevar, algo
tendrán para contarnos. Está claro que el helado no es un objeto, pero a la
hora de acarrear historias, se las trae
a montones.
Por estos días me vi frente a dos hechos
importantes, pequeños, pero casi trascendentales, que involucran al alimento en
cuestión y que a partir de acá paso a contarles.
La semana pasada fui a visitar a mis
sobrinos, uno de esos días de verano donde la ropa se te pega a la piel y salir
recién bañada de casa luego de caminar dos cuadras, es una confusión complicada
entre transpiración y pelo aun mojado. De Villa Crespo al Abasto las opciones
de transporte son un tanto ridículas y el subte B, hace años que no tiene
chances en mi agenda veraniega, mucho menos este, el día más caluroso de enero.
Totalmente empapada, llegué a casa de mi
amiga Meli. Pedro, recién había salido
de la pile y Felix esperaba la llegada de su tía más rebelde con ansias, para
por fin, salir a pasear en cueros, y que pese al desacuerdo de su elegante
madre, aquella tarde transcurriría, tomando helados en pañales.
Meli es mi amiga de siempre, quizas este dato
sea menor por acá, aunque para mi es tan clave en esta observación como en mi
propia vida. Meli y yo tomamos miles de helados juntas,
desbordamos y revolvimos largos vasos de Ice Cream Soda, hasta el hartazgo de
nuestros progenitores. Crecimos a Nesquick batido con Zucaritas y tostados de
queso. Lo primero que cociné en mi vida fueron fideos Don Vicente con manteca y
mucho queso rallado y Meli se los comió. Nos pusimos gordas de Chizitos con
Coca Cola y nos paseamos por la adolescencia a yogur con cereales. Podría
contar nuestra historia en comida, 30 años de amistad sobreviviente a los mates
de su casa de soltera cargados de Chuker, lo que por mi parte, no es otra cosa
que puro amor y tolerancia.
Voy a intentar concentrarme en el helado, eso
le dije a Pedro y eso debería hacer yo en este relato.
Era el primer día de ojotas para Pepo, tarea
complicada si la hay para un niño de 3 años. Claramente, al bajar a la calle,
eligió viajar a caballito, idea mía,
puesta en práctica, lloriqueos de por medio, por su mamá. Cuando llegamos se
quedó descalzo y así se pasó un buen rato haciendo de la esquina un feliz
rincón en patas.
Quienes aun no se hayan bajado de la lectura,
se preguntaran qué hay entre el helado y la concentración, y a mi me consta, que es vital. Al llegar a la heladería Pedro pidió muy
decidido chocolate, solo y común chocolate.
En esta simpleza me quedaría a vivir.
Si no fuera porque la cosa a veces se complica, la felicidad podría
semejarse a un helado de chocolate. Pero como en la vida, hasta un helado de
chocolate puede ser algo complicado. Y si, no era tan simple, el helado de
chocolate tenía que ser en cucurucho y así fue.
La locación era una heladería de barrio a
pasos de Plaza Almagro, la falta de aire
acondicionado, me remontaba aún más a la infancia allá por los años ochenta
junto a mi amiga Meli en la ya desaparecida Saverio de Plaza Guadalupe o alguna
otra insertada en el corazón de Palermo Sensible. En esta locación, tampoco
podremos hablar de bebederos, por no decir duchas para lavarse después de esta
odisea. Pedro se sentó sosteniendo el cucurucho, quería charlar, jugar con la
cuchara y tomar helado.
Cuantas veces escuchamos los argentinos la
frase La pelota no dobla, bueno como ves Pepo, el helado no se sopla, se
chupa. El Helado no te espera, se
escurre.
Como vengo diciendo hace rato, era el día más
caluroso del verano porteño y se estaba haciendo cargo del helado de chocolate.
En ese momento una palabra exacta salió de mi boca: Concentrate! Te lo pido por
favor, concentrate en el helado Pepo, sacá tu lengua bien larga y chupá tu
helado. No había reparado hasta ese instante en la importancia de la concentración
a la hora de tomar un helado a 40 grados centígrados. No era una excepción a la
regla, siempre y como siempre, los niños
nos enseñan lo importante sumergido en la simpleza. Por suerte dimos con un
heladero atento que no hizo más que correr al rescate con un cucurucho de
plástico de esos que se ponen por abajo cuando pedís uno bañado, esa cosa en
extinción que deja en evidencia nuestras décadas vividas. Pero, para la remera
de Pepo ya era tarde, y así tiramos un rato más. Remera, pies descalzos y un sin
fin de accidentes pedían duchador a gritos. Felu ya come de todo, escucharlo
gritar de felicidad en pañales después de cada cucharada, no es otra cosa que
sonreír. La historia termina como todos las historias infantiles de verano,
adentro de la bañadera. Meli, Pepo, Felu y yo,
metidos en el baño jugando con jabón y autitos nadadores. Las risas
salpicadas estallaban y el pedido era
único, tía Sooool, dejame un rato más en el agua, no ves que me quiero
divertir.
Volví a casa caminando, el sol había bajado
pero el calor se sostenía en la misma nota. Entré a uno de esos chinos sobre
Corrientes que venden lo que sea, compré
un abanico y seguí viaje. Entre
abanicada y abanicada escuchaba las risas de
mis sobrinos y pensaba en la cálida paradoja del helado.
Ayer fue un día triste, de esos en los que
uno desearía tener la edad de Felu o Pepo para llorar por la calle con la
impunidad de los ocho meses. Sin ninguna clase de vergüenza, patalear, gritar y
volver a sonreír con una cucharada de helado. Este otro relato sería más largo,
tedioso y menos simpático que el anterior, por lo que seré breve. No podría
decir que fue exactamente así, como una bocanda de infancia, pero si les
aseguro que después de la tristeza, llegar a casa de mi madre, abrir el freezer
y encontrar dos enormes potes de helado, le trajo un cacho de alegría y dulzura
a este salado mar de lágrimas.
Colorín colorado este cuento del helado se ha
acabado, sin dejar de lado, que el
helado, como el vino, alegra el corazón del hombre y de quién tiene al lado.
Fin.
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