Corrían los noventa. Vacaciones familiares en la costa
argentina. No suele ser lo típico. Solemos ir por las playas uruguayas. Como
consecuencia de dos fiestas, y de elecciones de amigos familiares, venimos a
Miramar. Mis padres y mi hermana del medio, quincena. Mi hermana más grande
viene una semana. Recuerdo el momento en que la última se fue en micro y que
con mi madre la acompañamos. Yo estaba triste. 25 años después. Mismo lugar
pero con nuevos integrantes. Esposo de la más grande, y tres sobrinos. Faltan
otros participantes del clan. Ayer uno cumplió 18 años, mi sobrino del medio.
Antes de venir, recomiendan heladerías. Una de las promesas
para ir con los enanos, de 7 y 8.
Al salir de la playa, luego de consumir queso cenchi, a un
carioca que la vio y vende a lo loco. Fui a chocolate. Una heladería muy
típica, según dicen. El local es viejo, de madera. Pintoresco. Me pido un
cuarto. Pruebo el chocolate suizo, que me lo recomendaron. Rico. No suelo comer
chocolate así que me cuesta comparar. Pido dulce de leche alpino (con
almendras, choco blanco y dulce de leche), frutilla al agua y pistacho. No
suelo pedir dulce de leche con dulce de leche pero tampoco vacacionar con mi
flia. El clan azrak es de más extraño y cercano al mismo tiempo. Hace días, en
una charla, bloody mery mediante, comenté que tengo una distancia crítica con
mi flia. Dos, tres días es la tolerancia justa. Buena experiencia.
Vuelvo al helado: el pistacho, simplemente exquisito. Sabor
justo, cremosidad moderada, color verde.
La frutilla roja clara, artesanal, sabroso, refrescante.
Natural.
El dulce de leche de la casa. Muy empalagoso para mi. Pero
de dulzura rica. Buen sabor. Artesanal.
A la noche, luego de comer en un lugar al que hace dos años
nunca habría entrado por su olor a pescado, y en el que nunca habría probado
cornalitos y rabas. No me gusta, ojalá que en un futuro me gusté. Seguiré
participando. Bueno, luego de comer en ese restaurante típico de mariscos, fui
a la otra heladería que me recomendaron: el caballito loco. Con los dos enanos
y mi madre. Jugué a ser niño y me dejé invitar. Ellos comieron una cosa rara:
una pipa de helado. Su felicidad era plena. Yo mi segundo helado en el día.
Comí más por obligación que por placer. Un vaso chico de crema de la casa y
limón.
La crema caballo loco, con higos y frutas secas. Rico.
Punto.
El limón, sabroso. Refrescante. Lo que necesitaba mi cuerpo,
luego de tanta fritura.
Hoy desayuno con mi hermana más grande, mi cuñado y mi
madre. Luego de compras, ir por la sorpresa prometida. Otra de las tantas que
me sacaron los enanos. La camiseta de barobero y de pisculichi. Los desperté.
Cara de felicidad plena.
Ahora en la playa, escribiendo lo que surge, mientras les
pedí un recreo de mi atención a los chicos.
Esperando volver para recuperar la distancia crítica que me
permite ser tio, hermano, cuñado y por sobre todo hijo, y poder disfrutarlo.
El comunismo de sentimientos, como alguna vez denominó mi ex
analista a las prácticas de mi familia, es linda por unos días. Como el helado.
Da felicidad pero no se puede vivir de eso. Hasta el próximo helado.
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