lunes, 23 de febrero de 2015

Sin redetir y sin soplar by Sol Bonfil

Hace un tiempo, recibí un mensaje que por FB de que se habían acordado de mi. Que estaba triste y que comió helado en la casa de su madre. Le pedí, escribite algo, ya que ella es escritora, artista.
El resultado, hoy acá. Emociona, es simplemente hermoso...Con uds. Sol Bonfil:


Había leído en este blog acerca de las bondades del helado. Había crecido saboreandolos acá, allá y más allá. Quizás no pueda considerarme una fanática del helado, mucho menos después de haber descubierto que existe un blog que se dedica al revisionismo histórico - social del mantecado, hace antropología de las cremas a bajas temperaturas, recorre el mundo degustandolas y que no sólo recomienda dónde, cuándo y cómo ingerirlas, si no que habla de lo que intentaré desarrollar en estas líneas: El helado te hace feliz.
Hace años que me dedico al teatro y a dar talleres donde la creatividad la imponen los objetos, entre ellos un taller de escritura creativa al que llamé Escribir con Objetos. Hijo legítimo de otros talleres, que asegura que los objetos nos abren mundos. Si observamos bien, los miramos fijos y nos dejamos llevar,  algo tendrán para contarnos. Está claro que el helado no es un objeto, pero a la hora de acarrear historias,  se las trae a montones.
Por estos días me vi frente a dos hechos importantes, pequeños, pero casi trascendentales, que involucran al alimento en cuestión y que a partir de acá paso a contarles.
La semana pasada fui a visitar a mis sobrinos, uno de esos días de verano donde la ropa se te pega a la piel y salir recién bañada de casa luego de caminar dos cuadras, es una confusión complicada entre transpiración y pelo aun mojado. De Villa Crespo al Abasto las opciones de transporte son un tanto ridículas y el subte B, hace años que no tiene chances en mi agenda veraniega, mucho menos este, el día más caluroso de enero.
Totalmente empapada, llegué a casa de mi amiga Meli.  Pedro, recién había salido de la pile y Felix esperaba la llegada de su tía más rebelde con ansias, para por fin, salir a pasear en cueros, y que pese al desacuerdo de su elegante madre, aquella tarde transcurriría, tomando helados en pañales.
Meli es mi amiga de siempre, quizas este dato sea menor por acá, aunque para mi es tan clave en esta observación como en mi propia  vida.  Meli y yo tomamos miles de helados juntas, desbordamos y revolvimos largos vasos de Ice Cream Soda, hasta el hartazgo de nuestros progenitores. Crecimos a Nesquick batido con Zucaritas y tostados de queso. Lo primero que cociné en mi vida fueron fideos Don Vicente con manteca y mucho queso rallado y Meli se los comió. Nos pusimos gordas de Chizitos con Coca Cola y nos paseamos por la adolescencia a yogur con cereales. Podría contar nuestra historia en comida, 30 años de amistad sobreviviente a los mates de su casa de soltera cargados de Chuker, lo que por mi parte, no es otra cosa que puro amor y tolerancia.
Voy a intentar concentrarme en el helado, eso le dije a Pedro y eso debería hacer yo en este relato.

Era el primer día de ojotas para Pepo, tarea complicada si la hay para un niño de 3 años. Claramente, al bajar a la calle, eligió viajar a  caballito, idea mía, puesta en práctica, lloriqueos de por medio, por su mamá. Cuando llegamos se quedó descalzo y así se pasó un buen rato haciendo de la esquina un feliz rincón en patas.
Quienes aun no se hayan bajado de la lectura, se preguntaran qué hay entre el helado y la concentración, y  a mi me consta, que es vital.  Al llegar a la heladería Pedro pidió muy decidido chocolate, solo y común chocolate.  En esta simpleza me quedaría a vivir.  Si no fuera porque la cosa a veces se complica, la felicidad podría semejarse a un helado de chocolate. Pero como en la vida, hasta un helado de chocolate puede ser algo complicado. Y si, no era tan simple, el helado de chocolate tenía que ser en cucurucho y así fue.

La locación era una heladería de barrio a pasos de Plaza Almagro,  la falta de aire acondicionado, me remontaba aún más a la infancia allá por los años ochenta junto a mi amiga Meli en la ya desaparecida Saverio de Plaza Guadalupe o alguna otra insertada en el corazón de Palermo Sensible. En esta locación, tampoco podremos hablar de bebederos, por no decir duchas para lavarse después de esta odisea. Pedro se sentó sosteniendo el cucurucho, quería charlar, jugar con la cuchara y tomar helado.
Cuantas veces escuchamos los argentinos la frase La pelota no dobla, bueno como ves Pepo, el helado no se sopla, se chupa.  El Helado no te espera, se escurre.
Como vengo diciendo hace rato, era el día más caluroso del verano porteño y se estaba haciendo cargo del helado de chocolate. En ese momento una palabra exacta salió de mi boca: Concentrate! Te lo pido por favor, concentrate en el helado Pepo, sacá tu lengua bien larga y chupá tu helado. No había reparado hasta ese instante en la importancia de la concentración a la hora de tomar un helado a 40 grados centígrados. No era una excepción a la regla,  siempre y como siempre, los niños nos enseñan lo importante sumergido en la simpleza. Por suerte dimos con un heladero atento que no hizo más que correr al rescate con un cucurucho de plástico de esos que se ponen por abajo cuando pedís uno bañado, esa cosa en extinción que deja en evidencia nuestras décadas vividas. Pero, para la remera de Pepo ya era tarde, y así tiramos un rato más. Remera, pies descalzos y un sin fin de accidentes pedían duchador a gritos. Felu ya come de todo, escucharlo gritar de felicidad en pañales después de cada cucharada, no es otra cosa que sonreír. La historia termina como todos las historias infantiles de verano, adentro de la bañadera. Meli, Pepo, Felu y yo,  metidos en el baño jugando con jabón y autitos nadadores. Las risas salpicadas estallaban  y el pedido era único, tía Sooool, dejame un rato más en el agua, no ves que me quiero divertir.
Volví a casa caminando, el sol había bajado pero el calor se sostenía en la misma nota. Entré a uno de esos chinos sobre Corrientes que venden lo que sea,  compré un abanico y seguí viaje.  Entre abanicada y abanicada escuchaba las risas de  mis sobrinos y pensaba en la cálida paradoja del helado.
Ayer fue un día triste, de esos en los que uno desearía tener la edad de Felu o Pepo para llorar por la calle con la impunidad de los ocho meses. Sin ninguna clase de vergüenza, patalear, gritar y volver a sonreír con una cucharada de helado. Este otro relato sería más largo, tedioso y menos simpático que el anterior, por lo que seré breve. No podría decir que fue exactamente así, como una bocanda de infancia, pero si les aseguro que después de la tristeza, llegar a casa de mi madre, abrir el freezer y encontrar dos enormes potes de helado, le trajo un cacho de alegría y dulzura a este salado mar de lágrimas.
Colorín colorado este cuento del helado se ha acabado, sin dejar de lado,  que el helado, como el vino, alegra el corazón del hombre y de quién tiene al lado.

Fin.


Miramar, la heladería y la familia

Corrían los noventa. Vacaciones familiares en la costa argentina. No suele ser lo típico. Solemos ir por las playas uruguayas. Como consecuencia de dos fiestas, y de elecciones de amigos familiares, venimos a Miramar. Mis padres y mi hermana del medio, quincena. Mi hermana más grande viene una semana. Recuerdo el momento en que la última se fue en micro y que con mi madre la acompañamos. Yo estaba triste. 25 años después. Mismo lugar pero con nuevos integrantes. Esposo de la más grande, y tres sobrinos. Faltan otros participantes del clan. Ayer uno cumplió 18 años, mi sobrino del medio.
Antes de venir, recomiendan heladerías. Una de las promesas para ir con los enanos, de 7 y 8.
Al salir de la playa, luego de consumir queso cenchi, a un carioca que la vio y vende a lo loco. Fui a chocolate. Una heladería muy típica, según dicen. El local es viejo, de madera. Pintoresco. Me pido un cuarto. Pruebo el chocolate suizo, que me lo recomendaron. Rico. No suelo comer chocolate así que me cuesta comparar. Pido dulce de leche alpino (con almendras, choco blanco y dulce de leche), frutilla al agua y pistacho. No suelo pedir dulce de leche con dulce de leche pero tampoco vacacionar con mi flia. El clan azrak es de más extraño y cercano al mismo tiempo. Hace días, en una charla, bloody mery mediante, comenté que tengo una distancia crítica con mi flia. Dos, tres días es la tolerancia justa. Buena experiencia.
Vuelvo al helado: el pistacho, simplemente exquisito. Sabor justo, cremosidad moderada, color verde.
La frutilla roja clara, artesanal, sabroso, refrescante. Natural.
El dulce de leche de la casa. Muy empalagoso para mi. Pero de dulzura rica. Buen sabor. Artesanal.
A la noche, luego de comer en un lugar al que hace dos años nunca habría entrado por su olor a pescado, y en el que nunca habría probado cornalitos y rabas. No me gusta, ojalá que en un futuro me gusté. Seguiré participando. Bueno, luego de comer en ese restaurante típico de mariscos, fui a la otra heladería que me recomendaron: el caballito loco. Con los dos enanos y mi madre. Jugué a ser niño y me dejé invitar. Ellos comieron una cosa rara: una pipa de helado. Su felicidad era plena. Yo mi segundo helado en el día. Comí más por obligación que por placer. Un vaso chico de crema de la casa y limón.
La crema caballo loco, con higos y frutas secas. Rico. Punto.
El limón, sabroso. Refrescante. Lo que necesitaba mi cuerpo, luego de tanta fritura.
Hoy desayuno con mi hermana más grande, mi cuñado y mi madre. Luego de compras, ir por la sorpresa prometida. Otra de las tantas que me sacaron los enanos. La camiseta de barobero y de pisculichi. Los desperté. Cara de felicidad plena.
Ahora en la playa, escribiendo lo que surge, mientras les pedí un recreo de mi atención a los chicos.
Esperando volver para recuperar la distancia crítica que me permite ser tio, hermano, cuñado y por sobre todo hijo, y poder disfrutarlo.
El comunismo de sentimientos, como alguna vez denominó mi ex analista a las prácticas de mi familia, es linda por unos días. Como el helado. Da felicidad pero no se puede vivir de eso. Hasta el próximo helado.

martes, 10 de febrero de 2015

de los sabores y el helado

De los sabores y el helado:
Vengo andando en bici, vengo pensando, vengo maquinando aún más la introducción del libro que se está gestando. El blog volverá a ser un libro. Volverá a ser, porque esa fue la idea original. La introducción la vengo escribiendo hace 34 años. Vengo de una cena familiar, donde comí lo que cocinaba mi abuela. Comida que se llama Bamia. Prometí este año comenzar a hacerla.
Otra vez recordé que mi amor por los helados,viene de esa época. De mi infancia. Ya lo conté mil y una vez. Pero Emily, mi abuela era fanática del helado. Todos los jueves dormía en su casa y comíamos de merienda sandwich de miga, veíamos alf y buscabamos el helado, en la heladería Esmeralda. Lo que me hace escribir es nada más ni nada menos que recordar algo que tenía olvidado: el color de la panera donde guardaba el pan viejo: rosa. Y qué cocinaba mi abuela cuando no cocinaba comida de turquía. Pollo con salsa de tomate y arroz colorado.
La cosa es que hoy todos esos sabores vinieron a mi. Así que hoy el helado, es solo de Emily, a quien sin duda estará recomendado